Hoy es un día especial.
Ella me habló y me dijo que nos encontraríamos en un restaurante cerca del parque El Olivo. Quería verme —dijo— para recordar algunas cosas del pasado.
Pensé que nada podría salir mal, que solo sería una charla, así que acepté. Después de todo, solo era hablar.
Antes de que llegara la hora, dudé. Quizá no debería ir. Las cosas del pasado ya pasaron y volver a recordarlas no sería saludable. Mejor olvidar.
Aun así, salí de casa. Vi el atardecer, cómo el sol se escondía mientras las luces de la ciudad comenzaban a encenderse.
La gente iba y venía por ambos lados, y yo seguí caminando. Crucé el parque central. Antes de subir la calle, estaba el lugar donde la encontraría.
La vi.
A través de la ventana que daba a la calle, el jardín del restaurante enmarcaba su figura. No recordaba todos sus rasgos, pero noté que no había cambiado mucho.
Seguía siendo tan hermosa como mi memoria la guardaba.
Me dispuse a entrar al local, pero alguien me detuvo del hombro.
Me giré. Era un amigo de hace años, y recordé que había sido su ex enamorado.
—¿En serio estás aquí? —dijo, con una mezcla de sorpresa y reproche.
No entendía nada. Cambié el gesto, confundido, intentando descifrar si era una coincidencia o algo más.
¿Nos había citado a ambos? ¿Por qué?
Volví la mirada a la ventana. Ella observaba el menú, sin notar lo que ocurría afuera.
La luz tenue del lugar la iluminaba como si el mundo quisiera señalar el sitio exacto donde estaba.
Sentí un tirón en la camiseta. Lo vi más cerca, con enojo en la mirada.
—Ella nunca será para ti —dijo, con la voz apagada, cargada de algo que no supe si era odio o dolor.
Antes de que pudiera responder, levantó el puño.
El golpe pasó rozando mi rostro, y por un instante sentí el viento helado cortarme la mejilla.
Todo se volvió lento. La luz del local, al otro lado del vidrio, titilaba sobre su silueta como si nada de esto ocurriera en el mismo mundo.
Lo empujé hacia atrás; perdió el equilibrio, y cuando intentó ponerse de pie, ya lo tenía tomado del cuello de la camisa.
Mis golpes no eran de rabia, sino de memoria.
Cada uno era una palabra que nunca pude decir.
—Lo sé... —dijo con dificultad, apenas levantando la vista—. Nunca pude hacer más que tú...
Lo solté. Cayó de rodillas, exhausto, mientras sus amigos lo sostenían.
Le tendí la mano. La tomó, lo ayudé a levantarse. No dijo nada más.
La gente nos miraba sin intervenir.
Yo, como quien suelta una carga pesada, lo vi alejarse con sus amigos, que lo escoltaban en silencio.
Luego busqué la ventana... pero ya no estaba allí.
Ella estaba en la puerta, mirándome.
En sus ojos había enojo, decepción.
Y entonces el viento volvió a soplar; la vi girarse y seguir el rumbo de quien se alejaba.
Fue tras él.
Y yo… yo no debí regresar a buscarla.
Las cosas nunca cambian.
Y yo ya no soy el de antes.
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